La
salvación
Esta
es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el
tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los
extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda los filósofos decapitados, el
escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras
abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo,
el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra
amenazadora. Comprendió la causa. «¿Cómo un ser tan
ínfimo —sin duda estaba pensando el tirano—
es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?»
Entonces un pájaro que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el
escultor descubrió la idea que lo salvaría. «Por humildes
que sean —dijo indicando al pájaro—,
hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros.»
Adolfo Bioy Casares
Año
Nuevo
Estaba
sola. Al pasar, en una estación del metro de París vi que daban las doce de la
noche. Era muy desgraciada; por otras cosas. Las lágrimas comenzaron a correr,
silenciosas. Me miraba. Era un negro. Íbamos los dos colgados, frente a frente.
Me miraba con ternura, queriéndome consolar. Extraños, sin palabras. La mirada
es lo más profundo que hay. Sostuvo sus ojos fijos en los míos hasta que las
lágrimas se secaron. En la siguiente estación, bajó.
Inés Arredondo
Preámbulo
a las instrucciones para dar cuerda al reloj
Piensa
en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una
cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los
cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con
áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás
a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben,
lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo
pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo,
que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado
colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los
días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan
la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el
anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de
perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te
regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te
regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan
un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Julio Cortázar
Rhadamanthos
La
envidiaba por sus pecados con una envidia que la carcomía, una envidia que no
la dejaba descansar, y ahora, ahí estaba, muerta. Nada en el mundo podría
resucitarla. Ahí estaba, muerta como una piedra preciosa, que no sufre, con
todos los honores, con todas las ceremonias. ¡Ni siquiera desfigurada! Y si lo
hubiera estado, alguien se hubiera encargado de ver en ella un encanto nuevo,
el encanto de sus imperfecciones. Joven, nada le quitaría la juventud;
tranquila, nada le quitaría la tranquilidad; impura, nada le quitaría su
aparente pureza. Las iniciales, sobre el paño negro del coche fúnebre,
brillaban, y sus retratos ya se repartían entre los amigos de la casa. No había
modo de contener las lágrimas que vertían por ella un hijo de ocho años, un
marido de treinta y esa corte ridícula de amigos que la admiraban, aún más que
antes. En los armarios, aquellos vestidos que olían a perfume, serían sus
delegados. Con ellos el recuerdo maquinaría costumbres, ritos en su memoria.
Las santas tienen altares, pero ella, que se había suicidado, tendría en cada
corazón alguien que suspiraba secretamente por su memoria. Injusticias de la
suerte, pensaba Virginia, mientras subía las escaleras. Yo que he sufrido
tanto, yo que soy pura, yo que tengo a veces cara de muerta, yo que no tengo
miedo a nadie, yo no me he suicidado. Nadie llora por mí. Entró en el cuarto
donde la velaban. Flores, las flores que le agradaban tanto, la cubrían. En la
luz trémula de los cirios brillaban la frente, los pómulos, las mejillas, el
cuello y los labios, como si estuviese viva. Ninguno de sus defectos se veía,
ni los dedos de los pies, que eran tan insólitos, ni las piernas demasiado
fuertes. Se había arreglado, peinado, pintado, para torturarla. Para no verle
la cara se arrodilló; para no pensar en ella rezó. Un zumbido de voces le llenó
los oídos. La gente hablaba, ¿de qué? Solo de ella. Era pura, decían, como la
luz. Se puso de pie. Por suerte nadie advierte en las miradas los íntimos
sentimientos de un ser. Virginia se dirigió al dormitorio de la muerta. Buscó
el peine, para peinarse, buscó el lápiz de los labios, para pintarse, buscó el
perfume, para perfumarse, y se miró en el espejo. Salió de la casa
apresuradamente; entró en una tienda donde compró papel de cartas (el papel que
tenía en su casa era un papel ordinario). Caminó por la calle mirando la punta
de sus zapatos de bruja; subió por un ascensor interminable, abrió una puerta y
entró en su cuarto. Se puso a escribir maravillosas cartas de amor dirigidas a
la muerta, revelando en ellas, con toda suerte de subterfugios, la vida
monstruosa, impura, que le atribuía. Al pie de las cartas firmaba con el nombre
del supuesto amante. En una noche, mientras velaban a la muerta, escribió
veinte cartas, cuyas fechas abarcaban toda una vida de amor. A la mañana
siguiente, al alba, hizo un paquete con las cartas, las ató con la cinta rosada
de uno de sus camisones, las llevó a la casa mortuoria y las depositó en el
armario de la muerta.
Silvina Ocampo
La
elección tardía
A
los veinte años decidió rebelarse contra la fatalidad del azar. Comprendió que
la casualidad era una maldición, la negación de toda verdadera libertad. Había
meditado intensamente en una terrible reflexión de Séneca: «La
casualidad cuenta mucho en nuestras vidas porque vivimos por casualidad».
Alguien —pensó con suficiencia— debe enfrentarse al caos, no debo ceder a la
arbitrariedad, ninguna fuerza ajena a mi propia determinación regirá mi
destino. Entró en su habitación y durante días y noches de intensa
creación, escribió el futuro Diario
de su vida; en sus páginas no dejó espacio para lo fortuito, llenó las horas, y
los minutos de las horas y los segundos de los minutos y las fracciones de los
segundos. Escogió minuciosamente sus hábitos, expectativas, sobresaltos,
satisfacciones, nostalgias, sueños, coitos, sorpresas, gestos, viajes,
accidentes, pesadillas, enemigos, visiones; nada olvidó, ni siquiera su postre
predilecto. Solo vaciló ante su muerte, ningún fin le parecía justo para un
hombre libre, para quien se atrevía a desafiar resueltamente cualquier
intromisión del azar. Por eso, dejó en blanco la última página del Diario hasta encontrar
la justa solución. Así venció al caos, metódica, inexorablemente, se cumplió su
existencia de acuerdo a la suerte que se había señalado. Ningún hombre, por
elevado que fuese su rango o la grandeza de sus hazañas, fue más soberano. Solo
él había derrotado a los caprichosos dioses, sus egoísmos, sus cíclicos
humores, sus insoportables injerencias. Fue infinitamente libre para escoger su
muerte, pudo sumirse en una meditación eterna sobre el dejar de ser, el ser
otro, el no ser ya. Repasó todas las posibles formas de la cesación de la vida,
las malas y las buenas muertes, las dulces, las neutras y las insufribles. Entonces,
asumió la tardía determinación, abrió el Diario
y escribió en la página vacía: «Me muero de fastidio». Sobre la
silla quedó un esqueleto ensimismado.
Eduardo Liendo