Durante nuestra primera infancia,
el olor y el gusto son nos nuestras herramientas más importantes para entender
el mundo. Pasados los 5 años, dejamos ya de tener la necesidad de llevarnos las
cosas a la boca, y nuestra nariz deja de ser también tan receptiva. En el caso
específico del olfato, podríamos afirmar que es el canal más poderoso que
conecta con nuestro cerebro y que a su vez, es capaz de activar emociones y
recuerdos muy concretos. Cuando las moléculas de un olor o un aroma se unen a
los epitelios de nuestra nariz, se envía una señal directa al bulbo olfatorio,
una pequeña y sofisticada estructura situada un poco más arriba de nuestros
ojos. A partir de aquí, se inicia un viaje fascinante que va a llevar la señal
a dos canales muy concretos: En primer lugar hasta la corteza olfativa primaria
para que pueda identificar y clasificar ese olor. Más tarde, esa señal olfativa
irá hacia la amígdala, un área relacionada las emociones, llegando a
continuación al hipocampo, responsable también de nuestra memoria. Según un
estudio llevado a cabo en los años 90, los bebés ya son receptivos al olor
antes del nacimiento. A través de una amniocentesis se descubrió que la dieta
de la madre se percibe también “en olores” a través del líquido amniótico, y
que por lo tanto, el feto inicia su aprendizaje también en este aspecto de
forma muy temprana. Nuestro olfato va a ir siempre de la mano de las emociones.
Un olor agradable nos ofrecerá bienestar y evocará recuerdos positivos. Hoy en
día se hace mucho énfasis en el ejercitar la memoria mas no deberíamos dejar de
lado ejercitar nuestro olfato. Pasear después de un día de lluvia, oler las
fragancias de la cocina o el perfume de la ropa recién lavada, serían
ejercicios cotidianos que ofrecerían bienestar anímico inmediato,
permitiéndonos evocar instantes significativos de nuestro pasado.
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