Vivimos en un
mundo frenético que nos exige resultados inmediatos y tener todo bajo control,
evitando la espera. Exigencias irreales y dañinas para nuestro cerebro. Ejercer
la paciencia es un saludable ejercicio de fuerza y coraje.
Paciencia deriva
del latín <patiens>: el que
padece. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; facultad de saber
esperar.
Nuestro mundo
actual se basa en la impaciencia, la inmediatez: necesitamos saber, conocer u
obtener resultados inmediatos y sufrimos mientras esperamos: un hábito muy
pernicioso para nuestro cerebro que puede convertirse en un espejismo y llevarnos
a considerar como presente y seguro algo que está todavía por venir. Las
expectativas (y el manejo de irrealidades) generalmente derivan en frustración
y depresión.
La paciencia no
es innata, es otra habilidad transversal (soft skill) que debemos desarrollar
durante nuestra vida. Nosotros nacemos impacientes. Los bebés lloran cuando
tienen hambre. No saben esperar, no toleran la insatisfacción inmediata de una
necesidad primaria: el comer. Con el tiempo van aprendiendo que, aunque tarde
un poco, finalmente les darán de comer. Comienzan a aceptar sin llorar, el
sufrimiento del hambre, porque saben que llegará. El cerebro del niño es
impaciente por naturaleza y uno de los motivos es que casi nada depende de él, casi
nada está bajo su control.
Con los años, cada
vez podemos (o creemos poder) controlar más las situaciones, pero habituarse al
control fomenta la impaciencia. La paciencia hay que entrenarla, aprendiendo a
tolerar el sufrimiento que provoca el desconocimiento, la incertidumbre, el
descontrol.
En la sociedad
de la inmediatez, la satisfacción de un deseo de forma casi automática se ha
convertido en una nueva droga. Nuestro cerebro, cuando esa satisfacción
acontece, genera dos mecanismos: por una parte, placer, refuerza los circuitos
de recompensa y fomenta el seguir en la búsqueda constante de nuevas
sensaciones placenteras que ofrecen la obtención de otros objetivos; por otra
parte, pone en marcha mecanismos de evitación del dolor.
El problema es
que nuestro cerebro no está preparado para estar en una situación de alerta constante;
se desgasta. El ocio y el sueño evitan ese desgaste pero por causa de la
impaciencia, cada vez ociamos y dormimos menos.
Por otra parte se
ha desvirtuado el concepto de necesidad (de la cual es imposible sustraerse),
confundiéndolo con el de deseo. Desear no es necesitar. La elevación del deseo
a la categoría de necesidad conlleva ciertos riesgos, pues lo que sería
simplemente una carencia, se convierte en una urgencia: nuestro cerebro de esa manera confunde objetivos deseables con objetivos necesarios.
En
las sociedades occidentales, la paciencia es vista como un signo de debilidad.
Los
poderosos, los ganadores (¿de qué?) no esperan.
El
impaciente considera que el objetivo es la meta, cuando en realidad el objetivo
es el punto de partida.
La paciencia es nuestra
amiga protectora que nos permite atravesar situaciones adversas sin
derrumbarnos. La paciencia no es apatía, ni resignación; no es falta de
compromiso, no es estática. El que espera con calma lo hace activamente, se
rebela y afronta la dificultad. La espera activa implica esperanza y coraje, fijando
su mirada en el largo plazo.
Debemos aprender
a recapacitar, a reorganizar (tiempos y prioridades), a reflexionar. Comprender
que algunas cosas pueden esperar sin producirnos sufrimiento y aprender a
saborear el placer de la espera.
“La paciencia es la compañera de la sabiduría.” San Agustín
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