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21/05/2018

Vale la pena desarrollarla…




Vivimos en un mundo frenético que nos exige resultados inmediatos y tener todo bajo control, evitando la espera. Exigencias irreales y dañinas para nuestro cerebro. Ejercer la paciencia es un saludable ejercicio de fuerza y coraje.

Paciencia deriva del latín <patiens>: el que padece. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; facultad de saber esperar.

Nuestro mundo actual se basa en la impaciencia, la inmediatez: necesitamos saber, conocer u obtener resultados inmediatos y sufrimos mientras esperamos: un hábito muy pernicioso para nuestro cerebro que puede convertirse en un espejismo y llevarnos a considerar como presente y seguro algo que está todavía por venir. Las expectativas (y el manejo de irrealidades) generalmente derivan en frustración y depresión. 

La paciencia no es innata, es otra habilidad transversal (soft skill) que debemos desarrollar durante nuestra vida. Nosotros nacemos impacientes. Los bebés lloran cuando tienen hambre. No saben esperar, no toleran la insatisfacción inmediata de una necesidad primaria: el comer. Con el tiempo van aprendiendo que, aunque tarde un poco, finalmente les darán de comer. Comienzan a aceptar sin llorar, el sufrimiento del hambre, porque saben que llegará. El cerebro del niño es impaciente por naturaleza y uno de los motivos es que casi nada depende de él, casi nada está bajo su control.
Con los años, cada vez podemos (o creemos poder) controlar más las situaciones, pero habituarse al control fomenta la impaciencia. La paciencia hay que entrenarla, aprendiendo a tolerar el sufrimiento que provoca el desconocimiento, la incertidumbre, el descontrol.

En la sociedad de la inmediatez, la satisfacción de un deseo de forma casi automática se ha convertido en una nueva droga. Nuestro cerebro, cuando esa satisfacción acontece, genera dos mecanismos: por una parte, placer, refuerza los circuitos de recompensa y fomenta el seguir en la búsqueda constante de nuevas sensaciones placenteras que ofrecen la obtención de otros objetivos; por otra parte, pone en marcha mecanismos de evitación del dolor.

El problema es que nuestro cerebro no está preparado para estar en una situación de alerta constante; se desgasta. El ocio y el sueño evitan ese desgaste pero por causa de la impaciencia, cada vez ociamos y dormimos menos.

Por otra parte se ha desvirtuado el concepto de necesidad (de la cual es imposible sustraerse), confundiéndolo con el de deseo. Desear no es necesitar. La elevación del deseo a la categoría de necesidad conlleva ciertos riesgos, pues lo que sería simplemente una carencia, se convierte en una urgencia: nuestro cerebro de esa manera confunde objetivos deseables con objetivos necesarios. 

En las sociedades occidentales, la paciencia es vista como un signo de debilidad.

Los poderosos, los ganadores (¿de qué?) no esperan.
El impaciente considera que el objetivo es la meta, cuando en realidad el objetivo es el punto de partida.

La paciencia es nuestra amiga protectora que nos permite atravesar situaciones adversas sin derrumbarnos. La paciencia no es apatía, ni resignación; no es falta de compromiso, no es estática. El que espera con calma lo hace activamente, se rebela y afronta la dificultad. La espera activa implica esperanza y coraje, fijando su mirada en el largo plazo.

Debemos aprender a recapacitar, a reorganizar (tiempos y prioridades), a reflexionar. Comprender que algunas cosas pueden esperar sin producirnos sufrimiento y aprender a saborear el placer de la espera.
“La paciencia es la compañera de la sabiduría.” San Agustín

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