La economía occidental,
basada en la acumulación de riqueza y el consumismo, fomentó la creencia de que
a mayor riqueza, más larga y mejor será nuestra vida. Nadie puede negar que mayores
ingresos equivalen a más recursos para invertir en salud y “nivel de vida” (a no confundir con “calidad de vida”). Sin embargo, gracias a la Neurociencia, se ha
puesto de manifiesto que existe una correlación aún más importante: la que se
produce entre nivel educativo y esperanza de vida.
A lo largo del
siglo XX la esperanza de vida aumentó en todos los países occidentales,
independientemente de su renta per cápita. Entre las causas de la mejoría se cita
la tecnología, las vacunas, los servicios públicos de salud, las terapias, una
mejor nutrición y, sobre todo, la educación.
Investigaciones
recientes confirman que la asociación entre educación y longevidad es mayor que la correlación existente entre renta per cápita y longevidad. Así podemos afirmar que la educación es un
factor determinante para disminuir el nivel de mortalidad de una sociedad.
La educación es
la responsable de un mejor control sobre las decisiones vitales y un futuro más
alentador. Es evidente que las personas más y mejor educadas soportan mejor los
procesos de transición o dificultad durante sus vidas. En contraste, se detecta
un aumento del consumo de alcohol y drogas entre la población con menos logros
educativos (no menos ingresos). Un
dato sumamente importante a la hora de actuar políticas de inversión pública en
educación.
La educación
lleva asociadas unas habilidades cognitivas que favorecen una cultura del
cuidado personal y familiar que se expresa a través de hábitos saludables.
Ejemplos de estos hábitos pueden ser una adecuada nutrición, la práctica de algún
deporte, una mayor higiene, una buena relación comunicativa con el entorno
familiar, laboral y social.
La educación
favorece el desarrollo de un pensamiento crítico que promueve que la persona
evite factores de riesgo como el alcohol, el tabaco o las drogas ilegales y
tome mejores decisiones.
La educación permite
acceder a mejores puestos laborales, más seguros, más cómodos y más
gratificantes bajo todo punto de vista.
La educación se
traduce en que las personas toman en mayor consideración los tratamientos
médicos y en una menor tendencia a abandonar las terapias pautadas.
La educación
induce una disposición más favorable hacia experiencias que se sabe, tienen un
efecto “protector” como leer, conversar, compartir, viajar o plantearse nuevos
retos de aprendizaje, impulsando una existencia cualitativa y saludable.
Pero la
educación no solo se traduce en mejores hábitos de salud. Está demostrado que
la educación en general aumenta la densidad de sinapsis en nuestro cerebro y
esta posibilidad de mejora se mantiene a lo largo de nuestra vida con cambios
adaptativos en el cerebro, sobre todo en mejoras en el pensamiento abstracto y
en la capacidad de planificar.
Esta relación
entre educación y esperanza de vida nos lleva a proponer nuevas propuestas de políticas
educativas.
Un sistema educativo
que se esfuerce por evitar el fracaso (o la deserción) escolar desarrollando
las habilidades blandas (soft skills)
juntamente a las duras (hard skills),
es una de las mejores y más eficientes herramientas, que se traduce en una
mayor posibilidad de ascenso social, un incremento de la adaptación a
circunstancias adversas, un mayor reconocimiento al mérito y al esfuerzo, una
optimización de recursos, un incremento de la supervivencia después de impactos
de cualquier tipo y el formar parte de una sociedad más inclusiva, competitiva
y justa, feliz.
La educación nos
hace más libres y más felices por ende, nos hace vivir más y mejor.